El miedo es ser mujer en Juárez
- Halcón De Juarez
- 28 ago 2022
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 22 oct 2022
Diana Uzquiano | 06 de octubre de 2021

La semana pasada atravesaba un baldío vestido de enormes salsolas, desechos de ropa y muebles viejos, mientras me dirigía entonces a una entrevista; “debo acordarla antes de las seis de la tarde”, pensaba el día anterior, mientras recordaba que no podía permitirme volver después de que se metiera el sol, porque la ciudad se vuelve un lugar más peligroso, como viajar a través de un portal a uno de los cuentos de H.P Lovecraft.
Fotografía de Diana Uzquiano, manifestación 8M 2020
Cuando camino sola, mis pasos firmes y acelerados pueden dar la impresión de que voy molesta, o eso me han señalado algunas veces. Yo, por otra parte, constantemente pienso en las palabras de mi padre: “si vas segura y confiada, como si conocieras por dónde caminas, nadie te va a hacer nada”. “Nadie puede hacerme daño”, son mis afirmaciones mientras vigilo que no venga alguien detrás de mí y esquivo la enorme rodadora que se atraviesa en mi camino junto al hombre grandulón que la cruza a la par del lado contrario, como utilizándola de barrera entre nosotros de manera incómoda.
Llego al último tramo y atravieso la calle para encontrarme con otro baldío por el que debo pasar, esta vez hay un camino pavimentado justo a la mitad para los automóviles que circulan por la zona, también se encuentran una banqueta y otra a medio terminar por las que puedo caminar. Curiosamente, da la apariencia de ser más seguro que un terreno lleno de escombros y arbustos. De cualquier modo, por más confiable que parezca, se debe ir del sentido contrario al que los autos se dirigen, lo sé porque es otro consejo que mi padre me dio en secundaria para volver a casa segura; “si caminas en el sentido contrario al que los autos van, vas a ver al conductor y así sabrás si tiene malas intenciones, si eso pasa te puedes cruzar la calle”, dijo algún par de veces que yo nunca olvidé.
Cada vez que un carro se asoma a lo lejos, se activa mi antena de alerta, el cuerpo se me tensa por momentos cuando mi mente repasa el montón de consejos que he escuchado, las historias que me han contado y las que he leído. Casi puedo asegurar que todos mis pensamientos salen en hilo de mi cabeza como el humo de una tetera de agua hirviendo, disparándose sobre mí y formando un letrero encima que dicta con letras grandes: en guardia.
Recuerdo repentinamente hace un par de años atrás, cuando aún asistía a la preparatoria en el Colegio de Bachilleres, tenía dos o tres semanas de haber entrado al club de teatro y esperaba siempre ansiosa para asistir a clases los sábados, a pesar de que los nuevos no hacíamos mucho. Era octubre, Halloween se acercaba e íbamos a reunirnos todos para convivir y hacer improvisaciones, el requisito era ir disfrazados, “¡qué vergüenza ir disfrazado, caminando por la calle a plena luz del día!”, pensaba, así que llevé en mi bolsa una peluca negra con rayos rojos enrollada en su red, y en la mano cargaba el tridente color carmín que haría juego con mi disfraz. Puestos llevaba un pantalón de mezclilla claro y una blusa oscura, de mangas largas con hombros caídos y un par de botas bajas.
Solía esperar el transporte público para llegar a tiempo a los talleres de teatro, aunque en los días más tranquilos también me gustaba disfrutar del camino, de sentir los cálidos rayos del sol golpeando mi rostro por la mañana como suaves besos en las mejillas; de la fresca brisa que acariciaba mi cabello y se deslizaba por mi cuello haciendo cosquillas; de los parques que adornaban el largo camino y la gente paseando a sus perros o corriendo en pareja.
Aquel día recuerdo que decidí caminar la mitad del trayecto al plantel, crucé entre las calles que conocía mejor que las propias palmas de mis manos y como si siguiera un mapa, toqué los puntos importantes del camino: la pequeña pizzería que distribuía simones a la escuela, el Circle K de la esquina cercana a la Secundaria Técnica 88, el parque escondido entre las casas alrededor de la escuela, la papelería antes de cruzar la calle y la tienda donde solían vender los platanitos fritos más dulces, crujientes y deliciosos; un pequeño auto de proveedores de productos Lala se encontraba estacionado enfrente del local de abarrotes y yo pasaba sin tomarle mayor importancia. Crucé la calle con la tranquilidad que un fin de semana te permite, en las zonas escolares no suele haber mucho movimiento cuando son días de descanso, las calles se muestran tranquilas y el aire se respira diferente. Había llegado, técnicamente, todavía debía caminar un par de metros para llegar al alto y doblar a la izquierda para acercarme a la entrada del plantel. A lo lejos podía ver el autobús llegando antes que yo, como era de esperarse, casi nadie bajaba nunca en esa parada los sábados.
A mi lado, prácticamente desapercibido, me seguía un auto, que con el vidrio abajo y un chistido rompió el ruido de mis pensamientos y me arrastró de vuelta a la realidad, era el proveedor de productos Lala, en un vehículo con su enorme logo de letras azules, y con un hombre uniformado al volante; “súbete”, me dijo, volteé confundida creyendo que se habría equivocado, así que mantenía mi paso, convencida de que pronto se daría cuenta de que no era yo a quién buscaba; “!Hey, psst! Súbete, ¿cuánto quieres?, ¿cuánto me cobras?” habló mientras el auto avanzaba junto a mí; me sentí molesta, quería pedirle que se marchara, pero de mi boca no salía palabra, se estancaban en el estómago antes de poder subir por mi garganta. Luego, inmediatamente, una sensación de temor abrazó todo mi cuerpo, entonces aceleré el paso, sin mirar a un lado. Detrás de mí, un hombre joven, con mochila en su espalda, caminaba rápido, se veía tan apresurado que logró nivelarme y pretendí caminar tras de él, ¿el hombre de Lala? Se alejó en cuanto se percató de que había alguien más cerca.
Me sentía extraña, humillada y molesta por no haber dicho nada, ¿era mi culpa?, ¿iba vestida como prostituta?, ¿eso es lo que pensó? Me dirigí a los baños de la escuela, para reflexionar qué había pasado y qué estaba sintiendo, creí que no habría sido gran cosa, solo fui yo. Disfruté el resto del día y no volví a asistir a clases de teatro, después de todo, no hacíamos mucho. Finalmente llegué al punto en el que me reuniría con la persona a la que iba a entrevistar. Eran alrededor de las 3:50; me aseguré de que el pequeño micrófono estuviera en mi bolso, de que mis dispositivos tuvieran batería y de no haber dejado mensajes pendientes.
Cuando llegó mi fuente nos detuvimos un momento a presentarnos uno al otro, cuestionar si venía sola o en compañía fue de las primeras preguntas que hizo para conocerme, como si le impresionara de manera confusa verme andar sola por un lugar tan vacío. De pronto, hasta yo me sentí sorprendida por mí misma, “¿qué hago sola?” pensé.
Es curioso, muchas de las pláticas que recuerdo haber tenido con amigas o conocidas tienen que ver sobre nuestras andanzas por las calles, unas cuentan sobre cómo su mejor adquisición del mes fue comprar un gas pimienta en línea, porque la casa queda muy lejos y la semana pasada alguien intentó seguirlas; otras dicen del alivio que les da que su vecina y ella puedan regresar juntas, así no se preocupan; otras más mencionan que, por fortuna, nunca nadie las ha seguido, sus padres siempre están allí para acompañarlas.
Vine sola, le contesté y tras una larga conversación, comenzamos y finalizamos la entrevista casi en un abrir y cerrar de ojos, diecisiete minutos en vídeo que se sintieron como dos milésimas de segundo. La entrevista terminó poco después las 5:00 pm, una vez habiendo concluido me acompañó parte del trayecto como si estuviese implícito que debía hacerlo, estando muy cerca del baldío dijo “te voy a acompañar hasta la esquina”, asumo se refería al final de la calle donde inicia el terreno o al final de este, para cruzar la avenida. No dije nada, dejé que su plática y compañía me distrajeran hasta llegar a donde pudiera.
Seguimos caminando por un largo tiempo, entre conversaciones sobre los quehaceres diarios, los gustos y sueños (literalmente), permití que me acompañara a casa. “No deberías andar tú sola cuando salgas” dijo al dejarme en la entrada, le agradecí la entrevista y, de nuevo, más tarde, lo hice por acompañarme en el trayecto.
Ese día llegué a mi hogar, y volví a casa hace un par de años atrás cuando tenía 17 y sólo sabía sentirme humillada, lo hice la vez que un grupo de hombres nos gritaron obscenidades desde su vehículo a una amiga y a mí a los 15, y lo hice también la vez que temprano, cerca de las 9 de la mañana, un auto creyó divertido estimularse mientras seguía a dos niñas, en ese entonces yo y una conocida de la infancia, que nos encontrábamos en un parque cerca de casa antes de que sus padres vinieran a recogerla.
Algunas veces reflexiono sobre la suerte que he tenido al poder regresar a casa cada vez que salgo, porque cuando pienso en todas las que no están, me digo a mí misma que me habría gustado que Dana Lizeth también hubiera regresado a casa, o Jacivi Alejandra o Rosa Isabel de trece años. Cuando escucho de aquellas que ya no están, pienso en quiénes podrían faltar: en mi mamá, mi hermana, mis amigas, mis vecinas, mis maestras, en mí misma. Razono acerca de la suerte que he tenido y me pregunto si es de lo único de lo que dependemos.
Hace poco leía la historia de una mujer, Erin, que sobrevivió a la trata de personas en España. Recuerdo el párrafo, casi al final de la historia, que reflexionaba sobre cómo al hablar de humanos y víctimas, se habla de estadísticas, cuando estas jamás serán capaces de medir el dolor que hay detrás de cada persona afectada. Yo pienso que, a veces se habla de números porque, para muchos, no hay otro modo de generar empatía si no es a través del impacto; que algunos no son capaces de reflexionar el dolor y el miedo que viven otros si no son miles quienes lo están sufriendo al instante.
Esta mañana leía en línea que, según datos de la Fiscalía Especializada de la Mujer (FEM), en lo que va del año, han sido asesinadas al menos 143 mujeres en Ciudad Juárez. Parece un número pequeño, hasta que te preguntas un momento, ¿y si entre esas más de ciento cuarenta víctimas estuvieran las mujeres que conoces, aquellas que más amas, o con quienes compartes espacios de trabajo o recreación? A mí se me irían todas quienes conozco en ese número que se muestra insignificante.
Se acerca el día de Halloween, otra vez, sin necesidad de disfrazarse ni ir a un taller de teatro, de cruzar calles ni enfrentar a nadie. Se aproxima el día que muchos esperan en octubre, con la esperanza de divertirse y asustarse un poco, un momento breve que debería ser terrorífico para todos; me pregunto ahora si hay diferencia entre ese día y el resto de sus días para una mujer, en los que cada uno se vive la incertidumbre y la angustia de si se llegará a salvo, así sea por breves momentos al volver por las noches o al atravesar un lugar desértico.
Si a mí me preguntaran hoy, ¿qué es el miedo? Diría que es ser mujer en Ciudad Juárez.
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